No huyan.

No teman de la oscuridad que aquí se pueda encontrar. No come a las personas, no las absorbe. Sólo formarán parte de un mundo loco.
Entre sin miedo.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Recordar, todo tal cual.

Ocho horas, una eternidad. Se retrasaba 480 minutos a su propia cita; 28800 segundos tarde al lugar acordado.
Tal vez fuese una pura casualidad, tal vez le había pasado algo y yo estaba aquí, sola, ya desconfiando de él. O, símplemente, se había olvidado por completo de mí como podía pasar y más, con el paso del tiempo que pasaba allí de pie sin nadie más que mis propios pensamientos, obviedad tenía.
Y yo, como tonta, había caido en el encanto de su sonrisa. Eso no es propio de una aprendiz a asesina. Aunque, tal vez, era por eso; debía de tener miedo de mí, de mi propia personalidad. Soy una jodida asesina. No querrá quedar conmigo.
Dejo caer mi cabeza hacía a un lado, en signo de derrota. He perdido. Las otras se lo llevarían y a mi me dejaría sola. Las lágrimas caen de mis traicioneros y vacios ojos sin previo aviso y su regusto salado me es realmente deconocido en estas circunstancias aunque sea tan sumamente corriente. Apoyo el peso de mi cuerpo en el árbol a mi espalda esperando que mi compañero de grupo no se haya escondido entro los arbustos para verme llorar, será deprimente que lo admita ante él solo como para admitirlo frente a mi tío y sus-mis compañeros. Dejo caer mi peso sobre la hierba, la rozo con las palmas de las manos; sólo queda eso. Las gotas saladas de mi rostro caen sobre el verde de las hojas, no estoy llorando como debería. Sólo puedo llorar de ilusión al pensar que el ahora estará bien en su casa con otra chica, sólo puedo descargar mi dolor pensando que no fui yo quien le hizo daño: no cumplí mi misión de matarlo.
Porque, a cada momento que sonríe, caigo rendida ante los recuerdos...


- ¡Micaela! ¿Ya tienes que irte? - Su pelo se coloca agitado por los lados de su rostro. Sus ojos azules se tornan tristes.
- Nos espera un largo viaje, - comienza a responder mi tio - y si no nos vamos ya, no llegaremos a la hora.
Cisel toma aire y lo guarda. Sonrío porque leo en su expresión que lo que desearía guarda dentro de él sería mi aroma. Miro a los ojos del muchacho de siete años que hay frente a mí. Sin soltar la mano de mi tio en ningún momento, le sonrío con dulcura: sé que será la última vez que le vea, quiero recordarlo para siempre. Sólo soy una niña de seis años con deseos incomprensibles y ahora mismo lo daría todo por estar unos años más en aquel pueblecillo tranquilo y relajado. Daría un par de segundos de mi vida por verle sonreír aunque sólo fuese una vez más.
Y parece que lee mis pensamientos: sonríe. Me dedica una sonrisa en la que salen a relucir sus dientes, esos blancos y delicados dientes de leche que persisten en su boca. Sus ojos azules se cierran por completo de la amplitud de su sonrisa y extiende una mano. La miro con desconfianza, le gusta hacerme rabiar con truquitos de magia escondidos en sus manos. Pero él sólo abre los ojos y relaja la gran sonrisa en una cruva en sus labios. Abre la palma de su mano y me enseña un pendiente de un dragón. Noto como mi tio sonríe por detras de su bufanda y mueve su mano para que yo me acerque.
- Lo encontré en mi casa y pensé que... Tal vez... Que posiblemente te gustase y así te acordases de mí... - desvía la mirada, se sonroja cual color rojo verdura. Se muerde el labio inferior con inocencia. Que mono.
- Para acordarme de tí, sólo tendré que mirar las estrellas. - Digo. Mi tío coje con cuidado el pendiente de dragón y remueve la cabellera negra de Cisel. Él sólo escucha mis palabras: - Porque siempre que las vea, me acordaré de tu mirada y tu sonrisa. Te lo prometo.
Y sonrío. Le dedico la mayor sonrisa de las que jamás en la vida pensé que podría hacerlo.


Y no lo he vuelto a hacer. Desde esa última sonrisa ya no lo he vuelto a hacer. Sólo él se merece mis sonrisa. Y ahora no está.
- Micaela... ¿Estás ahí?
O, tal vez, sí.

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